Me apoyo en la barra intentando encontrar un cierto contacto con ese espacio. Me gusta la música, pero todos sabemos que una mujer sola en un bar es más bien algo extraño o adquiere una condición de soledad triste, vergonzosa. Hay movimiento, el grupo de antes recoge y los dj’s en su altar comienzan su sesión. Se elevan por encima de la sala, imponen su orden y su ritmo.
Sigo apoyada en la barra, la tarima está vacía, hay mucha dispersión; una chica de rojo y flores baila en sus botas negras y altas, desordenada, con el pelo largo, rubio y enredado, los labios al rojo vivo y una copa entre los dedos mojados de alcohol.
Sigo apoyada en la barra, mi cuerpo se mueve ligeramente con el ritmo de la música, creo que sólo lo siento yo por dentro. Choco con algunas miradas curiosas, bajo los párpados, la timidez protege, oculta y engaña. Me giro y bebo un traguito corto de zumo de piña. Lo frutal me reconforta en mi decisión de quedarme a escuchar música en un bar, a solas y entre el glamour moderno. Un chico alto me recuerda que la barra es lugar de encuentros. Pero ni él me presta atención ni a mi él me causa interés.
Sigo apoyada en la barra, un salto a una música estridente me hace subir la vista al altar. Pienso que esos chicos deben ser sabrosos e inteligentes, pero tan ególatras y estirados que me gusta estar aquí, bien abajo, entre el conjunto, invisible y anónimo.
Sigo apoyada en la barra, he pedido hace un rato mi segundo zumo de piña; la barra sin hacer nada es aún más delatadora. La chica de la barra es rusa, o polaca, o checa; la cuestión es que habla un castellano con dureza pero tiene un aspecto de princesa y sonríe cercana. Me regala una invitación para tomarme algo; me halaga que me invite, quiere volver a verme, es mi noche y mi sueño, y si esa chica quiere o no volver a verme lo decido yo. Cambio de espacio, me desplazo un poco más allá, a la pared cerca del escenario, hay una barra donde dejar la copa y espacio para bailar. Empiezo tímida. Un grupo baila divertido; uno de ellos me mira. Es moreno, camisa a cuadros, me sonríe y se mueve, invitándome a moverme y disfrutar, estoy muy seria en ese rincón de la pista. Yo sonrío, me cae simpático. Seguimos a lo lejos disfrutando, discretamente. En un momento se acerca, me pregunta porqué no bailo, me presenta a sus amigos, me suma en el grupo y todo empieza. Una tras otra cada las canciones se suceden y no hay fin en el movimiento, es una necesidad de vaciarse, de moverse hasta quedarse sin cuerpo o sin alma. La gente empieza a ocupar todos los rincones, levanto la vista y el local está lleno y la plebe adora a los dioses de la música. La noche pasa intensa e inconsciente. Me despido de aquellos chicos casi adolescentes pero tan dulces. Me he regalado la noche y me he regalado a ella a la vez.
Sigo apoyada en la barra, la tarima está vacía, hay mucha dispersión; una chica de rojo y flores baila en sus botas negras y altas, desordenada, con el pelo largo, rubio y enredado, los labios al rojo vivo y una copa entre los dedos mojados de alcohol.
Sigo apoyada en la barra, mi cuerpo se mueve ligeramente con el ritmo de la música, creo que sólo lo siento yo por dentro. Choco con algunas miradas curiosas, bajo los párpados, la timidez protege, oculta y engaña. Me giro y bebo un traguito corto de zumo de piña. Lo frutal me reconforta en mi decisión de quedarme a escuchar música en un bar, a solas y entre el glamour moderno. Un chico alto me recuerda que la barra es lugar de encuentros. Pero ni él me presta atención ni a mi él me causa interés.
Sigo apoyada en la barra, un salto a una música estridente me hace subir la vista al altar. Pienso que esos chicos deben ser sabrosos e inteligentes, pero tan ególatras y estirados que me gusta estar aquí, bien abajo, entre el conjunto, invisible y anónimo.
Sigo apoyada en la barra, he pedido hace un rato mi segundo zumo de piña; la barra sin hacer nada es aún más delatadora. La chica de la barra es rusa, o polaca, o checa; la cuestión es que habla un castellano con dureza pero tiene un aspecto de princesa y sonríe cercana. Me regala una invitación para tomarme algo; me halaga que me invite, quiere volver a verme, es mi noche y mi sueño, y si esa chica quiere o no volver a verme lo decido yo. Cambio de espacio, me desplazo un poco más allá, a la pared cerca del escenario, hay una barra donde dejar la copa y espacio para bailar. Empiezo tímida. Un grupo baila divertido; uno de ellos me mira. Es moreno, camisa a cuadros, me sonríe y se mueve, invitándome a moverme y disfrutar, estoy muy seria en ese rincón de la pista. Yo sonrío, me cae simpático. Seguimos a lo lejos disfrutando, discretamente. En un momento se acerca, me pregunta porqué no bailo, me presenta a sus amigos, me suma en el grupo y todo empieza. Una tras otra cada las canciones se suceden y no hay fin en el movimiento, es una necesidad de vaciarse, de moverse hasta quedarse sin cuerpo o sin alma. La gente empieza a ocupar todos los rincones, levanto la vista y el local está lleno y la plebe adora a los dioses de la música. La noche pasa intensa e inconsciente. Me despido de aquellos chicos casi adolescentes pero tan dulces. Me he regalado la noche y me he regalado a ella a la vez.
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